Desarrollo de la terapia inmunosupresora
Con la llegada del trasplante de órganos, la inmunosupresión se convirtió en un problema acuciante. La mayoría de los problemas quirúrgicos del aloinjerto de órganos se habían resuelto mucho antes de que se comprendiera cómo proteger el trasplante de su inevitable rechazo. Las transfusiones de sangre específicas o inespecíficas del donante antes del trasplante y la compatibilidad de los tejidos (HLA) han demostrado claramente su importancia para prolongar la supervivencia del injerto; sin embargo, estas medidas sólo tenían valor si se integraban en un protocolo quimioterapéutico.
La primera etapa en el desarrollo de la inmunosupresión introducida a finales de la década de 1950 y principios de la de 1960 consistió en el uso de fármacos citostáticos y antimetabolitos que se utilizaban para controlar la proliferación de las células neoplásicas. Parecía lógico observar su efecto sobre los procesos igualmente proliferativos de la respuesta inmunitaria. Los agentes citostáticos o citotóxicos que demostraron tener cierto valor fueron los agentes alquilantes, como la ciclofosfamida, los análogos de las purinas (tiopurinas), como la 6-mercaptopurina y la azatioprina, los análogos de los folatos (antimetabolitos), como el metotrexato (o la ametopterina), y los análogos de las pirimidinas, como el arabinósido de citosina. Puede concluirse que el concepto de interferencia en varias etapas de la respuesta inmunitaria, por ejemplo, la represión de la formación de células precursoras, la destrucción o el bloqueo de las células inmunocompetentes, la supresión de la proliferación y la diferenciación de linfocitos y monocitos mediante la inhibición de la biosíntesis de ácidos nucleicos y proteínas, era básicamente correcto. Sin embargo, el uso de fármacos inespecíficos -es decir, fármacos cuya acción no se limitaba a las células inmunocompetentes- seguía siendo peligroso. Esto se debía a que actuaban bloqueando o dañando indiscriminadamente todas las células que se encontraban en mitosis, en particular las células que funcionan normalmente y que son importantes para la supervivencia del organismo (por ejemplo, la hematopoyesis). El principal inconveniente del uso de estos fármacos citostáticos es el alto riesgo de infecciones abrumadoras por organismos, muchos de los cuales no son normalmente patógenos (infecciones oportunistas). Aunque el rechazo del injerto podía mantenerse a raya mediante el uso de estos compuestos, que interferían de forma no selectiva en la inducción o la expresión de la respuesta inmunitaria, los efectos secundarios tóxicos solían ser tan graves que los resultados globales no se consideraban satisfactorios.
El siguiente paso fue, por tanto, el desarrollo de fármacos o procedimientos linfocitotóxicos que se limitaban principalmente a la eliminación de las células inmunocompetentes, principalmente los linfocitos. Este objetivo podía alcanzarse mediante el uso de medios muy heterogéneos, como la irradiación linfoide total, el drenaje del conducto torácico, la esplenectomía, la timectomía, el suero o la globulina antilinfocítica y los esteroides. Los corticosteroides son hormonas naturales segregadas por la corteza suprarrenal, de las cuales el cortisol (hidrocortisona) es, con mucho, el componente más potente que se conoce por poseer actividad linfocitolítica, en particular con respecto a los linfocitos T, por inhibir la producción de linfocinas y por ejercer un efecto estabilizador sobre las membranas lisosomales, junto con las de otros orgánulos celulares. Estos efectos son dependientes de la dosis o de la concentración. Los corticosteroides no sólo intervienen en muchos puntos de la respuesta inmunitaria, como la prevención de la recirculación de linfocitos y la generación de células efectoras citotóxicas y productoras de anticuerpos, sino que también poseen una notable potencia antiinflamatoria. Inhiben la adherencia de los neutrófilos al endotelio vascular en un sitio inflamatorio y suprimen las funciones monocíticas, como la actividad microbicida, la respuesta de los monocitos a las linfocinas y la liberación de monocinas. El suero antilinfocítico (ALS) o la globulina antitimocítica (ATG) se preparan mediante la inyección de linfocitos o timocitos en una especie xenogénica. Las células del conducto torácico humano o los timocitos pueden utilizarse como antígenos para inmunizar a conejos y caballos; la fracción de inmunoglobulina purificada que contiene los anticuerpos antitimocíticos pertinentes se utiliza entonces en la clínica para la inyección intravenosa. Dado que la administración regular de ATG conduce a la sensibilización contra las proteínas xenogénicas (producción de anticuerpos dirigidos contra la ATG antihumana de la especie inmunizada), este tipo de tratamiento complementario suele administrarse a corto plazo para superar una crisis de rechazo del injerto o de forma precoz para prevenir la sensibilización al aloinjerto.
La terapia inmunosupresora durante las décadas de 1960 y 1970 consistía en combinaciones de diferentes agentes destinados a producir la máxima supresión manteniendo los menores efectos secundarios posibles. El protocolo inmunosupresor más común era la combinación de azatioprina y corticosteroides, que mejoraba significativamente la supervivencia del aloinjerto, pero también creaba una variedad de efectos secundarios graves, especialmente a largo plazo, entre los que se encontraban infecciones abrumadoras, a veces mortales, toxicidades directas en los órganos, cicatrización lenta de las heridas, anemia, leucopenia, diabetes, osteoporosis, retraso del crecimiento en los niños e incluso tumores malignos. La tasa media de supervivencia renal a un año de todos los centros de trasplante se situaba en torno al 50% con este protocolo, mientras que en los centros más destacados las cifras alcanzaban el 80% y más. En esas condiciones, el trasplante de hígado seguía siendo un procedimiento experimental y el trasplante de corazón, que había gozado de un estallido transitorio de actividad a finales de los años sesenta, se abandonó en todos los centros del mundo excepto en tres. En las enfermedades autoinmunes, lo más habitual era utilizar esteroides, normalmente en dosis crecientes con el tiempo, y los casos graves se trataban a veces con azatioprina, ciclofosfamida o metotrexato.
La fase actual o tercera de la terapia inmunosupresora es la de la inmunofarmacología, que se caracteriza por la regulación selectiva de subpoblaciones definidas de células inmunocompetentes. Esta etapa aborda nuevas vías y tiene como objetivo el desarrollo de agentes o procedimientos con acción selectiva sobre la adquisición de la capacidad de respuesta inmunológica, el reconocimiento de los estímulos inmunogénicos por parte de las células portadoras de receptores, la inducción de la diferenciación y maduración de los linfocitos, las interacciones celulares y la modulación de las funciones efectoras. La ciclosporina (OMS)/ciclosporina (Consejo de Nombres Adoptados de EE.UU.)/ciclosporina (Nombre Aprobado Británico) surgió como el primer fármaco que cumplía en cierta medida estos requisitos y que ha demostrado tener un valor clínico permanente. Sin embargo, hay que mencionar aquí otros intentos prometedores y originales, como la nueva tecnología de los anticuerpos monoclonales dirigidos a los subconjuntos de linfocitos y sus productos, y también a otras citoquinas.
La etapa final de la inmunosupresión será la inducción de la depresión antígeno-específica de la reactividad del aloinjerto. La tolerancia clásica al trasplante se ha inducido en un sistema inmunitario en desarrollo, pero es muy difícil de conseguir en un sistema inmunitario totalmente desarrollado. Se han utilizado con más o menos éxito varios enfoques experimentales en diversos modelos, pero su viabilidad para fines clínicos parece no estar aún probada.
Retrospectivamente, la década de 1980 puede considerarse como la era de la ciclosporina. Aunque este novedoso inmunosupresor ha desencadenado importantes avances en materia de trasplantes, autoinmunidad e inmunología básica, no es en absoluto el único factor responsable de los numerosos avances logrados recientemente en estos campos. A pesar de los asombrosos progresos de la inmunología experimental para conocer mejor los mecanismos que controlan la respuesta inmunitaria y, a partir de ahí, aprender a sortear una reacción inmunitaria indeseable, todavía parece que la inmunosupresión clínica seguirá dependiendo durante esta década de una estrategia quimioterapéutica que utilice una combinación sutil de fármacos más selectivos y mejor tolerados desde el punto de vista inmunofarmacológico. Si aún no es evidente, una revolución siempre es posible.