Venido al mundo en la localidad gala de Belley, en una familia burguesa allá por el año 1755, un tiempo en el que la monárquica Francia se acercaba a su fin con la Revolución francesa fraguándose en el horizonte, Jean Anthelme Brillat-Savarin fue un hombre instruido sólidamente.
Desde pequeño leyó autores griegos y latinos, aprendió idiomas como el inglés, el alemán o el español, se convirtió en un gran violinista y terminó estudiando Derecho en Dijon —tierra de buena mostaza— donde además también se formó en Química y Medicina.
Pero más allá de haber sido tiempo después diputado en los Estados Generales que terminarían convirtiéndose en la Asamblea Nacional al principio del proceso revolucionario, haber sido alcalde electo de su natal Belley, haberse tenido que exiliar primero a Suiza, más tarde a Holanda y finalmente a los recién fundados Estados Unidos, para terminar volviendo con el Primer Imperio francés ocupando puestos en la administración de justicia, si por algo es conocido este jurista es por haber cultivado a lo largo de su vida un exquisito gusto por el buen comer, la gastronomía y su aproximación a la ciencia.
Fisiología del gusto, la primera filosofía gastronómica y sus aforismos
Porque Brillat-Savarin fue además de un hombre de leyes y un excelente músico, lo que le permitió ganarse la vida durante su exilio, un gastrónomo de los más elevados y un completo epicúreo —al igual que otros considerados como tal como el romano Apicius— como bien demuestra la obra que lo hizo especialmente conocido dentro y fuera de Francia, el primer tratado gastronómico, en el que documentó su filia en primera persona. Este era Fisiología del gusto o Fisiología del gusto o meditaciones de gastronomía trascendental, obra teórica, histórica y a la orden del día, dedicada a los gastrónomos parisienses, por un profesor, miembro de varias sociedades literarias y académicas, como era su original y completo nombre.
Pese a que antes de la publicación del libro hubiesen corridos ríos de tinta a base de recetarios, algunos tan antiguos como el de Sent Soví, compendios gastronómicos e incluso relatos con la comida como uno de los protagonistas, nunca nadie hasta aquel diciembre del 1825 en el que se publicó el tratado —dos meses antes de su muerte y sin su nombre real como empezaba a ser costumbre— había hecho filosofía con la gastronomía, ningún autor había reflexionado sobre ella, nada se había escrito sobre la tan costumbrista buena mesa francesa.
Fisiología del gusto la aborda como el bello arte que es, dejando a un lado la básica necesidad humana de comer para sobrevivir y centrándose en el disfrute de la misma, en el placer que una persona siente cuando come y se deleita independientemente de si lo hace por sentir hambre, en la grata compañía que debe acompañar un momento así e incluso en la buena conversación que debe aderezarlo.
A lo largo de la treintena de capítulos que componen la obra, Jean Anthelme expone sus meditaciones —como así las llamó— repasando minuciosamente el papel que juegan los sentidos a la hora de comer, la verdadera importancia que tiene el apetito, los pormenores de la digestión o qué representa para él el arte, literalmente, de la fritura. Todo siempre con el acercamiento del arte culinario a la ciencia con la química, la física, la medicina y la anatomía a la cabeza, anécdotas por doquier, alguna que otra receta y grandes dosis de un particular humor irónico y satírico.
Así, el magistrado y teórico nos dejó grandes platos como el cortésmente titulado Almohada de la bella Aurora (Oreiller de la Belle Aurore, en su original francés), dedicado a su madre Claudina Aurora Récamier y sin lugar a dudas una de las recetas más elevadas de la cocina de caza, u otras recetas difícilmente reproducibles no por falta de detalle en su exposición, sino por falta de recursos en la actualidad. De hecho uno de los grandes cocineros franceses del siglo XIX y principios del XX, Edouard Nignon, aseguraba que no había creación de Brillat-Savarin reproducible porque la riqueza que poseían era, sencillamente, irrepetible. Y otro ilustre como Honoré de Balzac, por ejemplo, no titubeó en calificarlo como un sublime goumet además de un eminente prosista. Tanto le influyó que el título de su célebre obra Fisiología del matrimonio no es una banal casualidad.
Y por supuesto declaraciones de intenciones nada modestas, en el mismo prefacio de su obra, sobre lo que Fisiología del gusto iba a ser, fue y continúa siendo: «Desde un principio pude deducir que sobre tal materia faltaban muchas cosas mejores que libros de cocina, y que se podían presentar observaciones importantes acerca de unas funciones tan esenciales, tan continuadas, y que tan directamente influyen en la salud, en la felicidad de la gente y hasta en todos los negocios de la vida». El pilar de la literatura gastronómica moderna que es actualmente su tratado filosófico-teórico sobre lo artístico de la buena mesa y la ciencia de la cocina, es buena prueba de ello.
Frases tan célebres que casi parecen adaptaciones de viejos refranes como «Dime qué comes y te diré quién eres»; declaraciones de intenciones tan rotundas sobre la importancia de los buenos alimentos en toda ocasión como «Una persona que recibe a amigos, y que no brinda ningún cuidado personal a la comida que está preparada para ellos, no es digna tener amigos»; aseveraciones como «El destino de las naciones depende de la manera en la que se alimentan»; o mandamientos gastronómicos tan ciertos como «El orden de los comestibles comienza por los más sustanciosos y termina por los más ligeros» pertenecen a este auténtico bon vivant. Nosotros, si tenemos que quedarnos con una, nos quedamos con esta:
El placer de la mesa es propio de cualquier edad, clase, nación y época; puede combinarse con todos los demás placeres y subsiste hasta el final para consolarnos de la pérdida de los otros.
Que así sea.